Historias de Zascandil



Una terrible confusión 









 Zascandil es un “viva la virgen” que no se amolda a nada pero que se gana la vida honradamente trabajando en diferentes artes y cuestiones. En realidad no tiene oficio fijo y los tiene todos pues, igual te organiza una boda, que te busca un fontanero,  te manda una stripper o te vende una casa.
“De profesión. Vividor”. Suele contestar si alguien le pregunta, para explicar a continuación que “el arte del buen vivir consiste en estar siempre alerta, con actitud positiva y no llevar demasiado lastre”. Pero, la verdad es que se trata de una persona que se sabe mover en diferentes ambientes y ganarse la vida con relativa facilidad, dados sus innumerables contactos y agenda de profesionales de diferentes tipos y gremios, que hacen que muchos, si tienen un problema que no saben solucionar, recurran a Zascandil como ese último recurso que él si sabrá aportar.
Aparece en casi todos los clasificados de los periódicos de su ciudad ofreciendo soluciones a casi todos los problemas que a un ser humano le pueden surgir y para los que una solución es harto difícil. Que se te quema el contador y te quedas sin luz a las tres de la mañana… Zascandil es la solución. Que se te ha cerrado la puerta y te has dejado las llaves dentro y es domingo y los cerrajeros están de fiesta, ahí aparece Zascandil y su anuncio.
Pero el tener tantos anuncios en tantos sitios a veces produce confusiones curiosa como la que vamos a narrar a continuación y que sucede cuando una empleada doméstica despistada confunde un seis, del número de teléfono al que debía llamar, con un nueve del teléfono móvil de Zascandil, que suena durante la cena de nuestro amigo en uno de esos lugares luminosos decorados con vivos colores en los que se sirve comida rápida.
Mientras sostiene en su mano izquierda uno de esos bocadillos redondos de los que suele chorrear esa mezcla de salsas rojas y amarillas,  que suelen estar rellenos de esa carne picada que nunca se sabe de qué animal procede complementada con algún tipo de vegetal de los que hacen repetir constantemente y oler el aliento durante horas; mantiene su derecha desocupada para de vez en cuando picotear en un recipiente de cartón que contiene unas patatas fritas cortadas en forma cúbica, delgada y alargada y dar sorbos a una bebida oscura contenida en un vaso de plástico tapado del que sale una caña también plástica a través de la que se absorbe el líquido bebible contenido en el vaso.
El teléfono que se encuentra sobre la mesa plastificada de color gris verdoso al lado de la bandeja contenedora de la “suculenta cena” y recipientes contenedores, comienza a vibrar y a emitir un sonido semisordo  parecido al que podría emitir un abejorro aquejado de bronquitis crónica.
Zascandil lo coge con su mano derecha, la de las patatas, y tras apretar con su pulgar una tecla que hace callar el molesto ruido lo acerca a su oreja y responde con un escueto “sí”.
Una voz femenina y aguda de acento oriental suena en el terminal tras abrirse paso en el espacio a través de unas ondas invisibles: “Señor, por favor, yo le llama porque mira su anuncio en periódico, ¿Sabe? Le llama desde Urbanización Zarzaleja. Mi señora quere usted para un servicio”.
Zascandil duda unos momentos, no sabe de qué va el tema, pero La Zarzaleja es una urbanización en la que vive gente de dinero y decide seguir el rollo por si se puede sacar algo. Un cliente en La Zarzaleja no se debe dejar escapar así como así.
“Muy bien, -contesta simplemente- ¿Qué servicio quiere su señora exactamente?
¿Qué servicio…? –Pregunta dudosa la voz oriental- Usted sabes muy bien, mejor que yo. Este servicio que se nuncia en periódico.
Zascandil no sabe a qué anuncio se puede referir la voz. Ha puesto tantos que así, de pronto, le es imposible adivinar de cual puede tratarse. Pero, dada la calidad del cliente decide acercarse a ver de qué se trata.
“Muy bien, -responde- deme su dirección y en 20 minutos como mucho estoy ahí”.
La voz estridente le da los datos que Zascandil anota en una servilleta de las que proporciona el local de comida basura y tras dar un mordisco a su comida redonda y un sorbo a la bebida oscura, se incorpora y se dirige a la puerta del local en la que un yonqui le pide unas monedas “para comer algo”.
“Monedas no tengo, pero en aquella mesa me he dejado media cena. Te la puedes comer si quieres”. Le indica Zascandil haciendo gala de su increíble generosidad.
Al pisar la acera, una peluca rubia dorada que había salido impulsada por el guantazo que un chulo inmigrante negro le dio a un prostituto travestido, vuela por los aires hasta estrellarse contra la corbata de Zascandil para caer al suelo. Pasa sobre ella como si nada hubiera notado y se dirige a su coche aparcado varios metros más adelante.
“¡Cabrón, hijo de puta!”. “Mañana tú follar más para me das más dinero, si no, yo te pega más fuerte”.  Es lo último que escucha antes de cerrar la puerta de su coche y arrancar.
Cruza una ciudad de nativos ancianos con muletas y andadores, transeúntes que pasean como ausentes a la vida y policías que persiguen manteros corriendo hacia descampados donde mujeres de diversas razas ofrecen sus servicios sexuales baratos de acción rápida; coches  aparcados en la oscuridad de penetraciones anales con cuatro huevos y matorrales de carteristas bereberes inhalantes de base. Ciudad de la prosperidad y de basura; de sueño y pesadilla.
La ciudad desaparece quedando atrás y después de pasar por una oscuridad de árboles en la nada de los murciélagos, Zascandil entra en una zona de casas de dos y tres pisos, separadas por amplias calles y rodeadas de terrenos de cuidado césped y arboles importados de otras tierras. Va buscando a través de las lunas de su vehículo el número que tiene anotado en la servilleta del local de comida rápida. Cuando lo encuentra, aparca con discreción un par de parcelas más abajo y se dirige andando hacía la verja  del muro que rodea la lujosa casa desde la que debió llamarle la voz aguda. Mientras camina, nota como una cámara situada a la izquierda de la verja y en la parte superior del muro va siguiendo sus pasos.
En el muro, a la derecha de la mencionada y amplia verja que debe ser la entrada de vehículos, hay una pequeña puerta cerrada por una cancela metálica y a la derecha de esta, incrustado en el muro hay una caja de aluminio con varios pulsadores y  un  altavoz del que sale de nuevo la voz aguda del teléfono que, justo cuando Zascandil llega a su altura, dice dirigiéndose a él: “Ya abro, Señor, cruza jardín recto, yo espero en puerta principal”. La cancela de hierro se abre para dejar paso a Zascandil que se adentra en el recinto caminando por un sendero serpenteante de piedra plana que atraviesa el jardín espacioso y lleno de frondosas variedades de plantas olorosas y florales  para concluir ante la escalinata de ocho o diez largos escalones, sobre la que se erige un porche de columnas de mármol, al estilo clásico arquitrabado, bajo el que una señorita oriental de baja estatura, vestido  negro y delantal de peto blanco, espera portando una especie de mando a distancia e inalámbrico a la vez en su mano derecha.
Cuando Zascandil comienza a subir la escalinata, la voz se dirige a la de entrada a la mansión y empuja la enorme puerta de madera para abrirla y penetrar en la vivienda. Con la puerta abierta y sujetándola con la mano izquierda dice mirando a Zascandil con tono apremiante: “Rápido, dese prisa. La señora le espera en su dormitorio”. “¿En su dormitorio….? Pensé que me recibiría en su despacho…”. Contestó Zascandil.
“No, no. Ella le esperar en dormitorio, Pasa por aquí, por favor”. Explicaba la voz femenina mientras empezaban a subir por una escalera que en espiral llevaba al piso superior.
La voz oriental subió la escalera a toda prisa y al llegar al rellano se giró para apremiar a Zascandil que subía los peldaños con paso relajado contrastando con la urgencia que parecía tener la doncella.
Cuando Zascandil por fin terminó de subir la voz señaló con el inalámbrico que había llevado en todo momento en su mano derecha hacia una de las puertas que se alineaban paralelas frente a  una baranda de hierro forjado que al otro lado del pasillo mediaba entre este y el espacio vacío, poniendo freno a la caída al espacioso hall de la casa.
“Usted entra ahí, esa puerta”, indicó la criada señalando con su mando-teléfono. “¿Usted no entra?”. Preguntó Zascandil a la criada. “¡No, no! Yo siempre espera aquí ¡Vamos, entrar!” Contestó la doncella con el tono de urgencia severa utilizado antes.
Zascandil se acercó a la puerta y se disponía a golpear con los nudillos la madera entreabierta pero la voz oriental le urgió una vez más haciendo ademanes de apremio con su teléfono: “¡Vamos, entrar!”. Por eso optó por abrir  con sumo cuidado y una vez abierta preguntar: “¿Se puede?”.
¡Paasa, paaasa, adelaaante! Dijo una nueva voz femenina, pero esta vez más grave y pausada que la voz oriental.
Empujó suavemente la puerta con su mano izquierda y penetró en la estancia casi con sigilo al tiempo que dijo en tono casi temeroso:
_ "Buenas Noches".
Ante un  tocador isabelino, sentada en un trono del mismo estilo, una señora de  peso y larga cabellera dorada de frasco y rizos de estilista caro, envuelta en una bata de seda carmensí, manejaba un lapiz de ojos con el que oscurece la sombra de sus pestañas.
De pronto se giró y en un ademan casi desafiante, alzó los hombros y mirando de arriba abajo a nuestro amigo dijo levantando la barbilla como si pretendiera mirar hacia el techo.
_ ¡Oooh, buenas noches! ¡Que educados os habéis vuelto!... ¡Uy que escuchimizado estás! ¿No lo tenían con pelo? Me pienso quejar a la agencia.
Mientra hablaba se había acercado hasta zascandil y en un impulso se abalanzó sobre él apretando su pelvis conta la del vividor, rodeando su cuello con sus brazos y extendiendo su pierna izquierda tras las del hombre, de tal forma que al contraerla, hacía presión sobre la parte trasera de sus muslos con su pantorrilla.
"Si que está la gente rica cariñosa ultimamente -pensó zascandil-. Y rara, sobre todo rara". Dió un paso atras al tiempo que prendió los brazos de la señora para quitarlos de su cuello y separarla de su cuerpo firmenmente pero sin fuerza ni violencia antes de expresar en tono suave y educado.
_"Perdón, Señora, pero tanta amabilidad me asfixia. Antes de tomarnos ciertas licencias, ¿no cree que deberíamos presentarnos?".
_" ¿Qué es esto... Un nuevo servicio de la agencia? -Replicó la señora con cierto enfado y contrariedad- Pues quiero que sepas que no me gusta y que me pienso quejar, truhán. Con lo que cobráis, ya podéis esforzaros en tener contentas a las clientas, ¿No crees, guapo?
Sin soltar a la "dama" que constantemente hacía esfuerzos por echarse encima de Zascandil de nuevo, este contestó serenamente y con una amable sonrisa de oreja a oreja:
_"Por supuesto, señora, que mi máxima aspiración es satisfacer a mis clientes. Pero, al menos, antes necesito saber qué clase de ayuda o servicio precisan de mi humilde persona.
A medida que escuchaba estas palabras, la piel del cutis facial de la "dama" iba adquiriendo un tono rojo intenso y la actitud sobona de gata en celo se fue tornando en ofuscación de felino rabioso.
_"¡Que voy a querer de un puto muerto de hambre, imbécil! ¡Pues que me folles! ¡Estúpido!
De un violento tirón, se zafó de las manos de Zascandil que la mantenían sujeta y, como si de una piscina se tratara se lanzó encima de su cama renacentista de capiteles y despatarrandose sobre ella ordenó:
_Así que venga, fóllame ahora mismo sin decir mas sandeces y procura que me guste mucho o llamaré a la agencia y haré que te despidan.
Ante el carácter cómico y a la vez rocambolesco que tomaba la situación, Zascandil optó por conservar la calma. Así, con un leve "je je je", introdujo las manos en los bolsillos de sus pantallones y dio dos o tres pasos lentos con la vista fija en el suelo antes de mirar a la señora, que desparramada sobre la cama le urgía a cumplir con sus labores de macho cabrío, y contestar finalmente:
_"Me temo, Señora, que ese servicio no está en mi oferta. En cuanto a "despedirme", puede usted llamar a mi agencia cuando quiera. Pero le advierto que difícilmente conseguirá que me despidan, ya que mi agencia soy yo mismo. Así que, lamentando no poder complacerla: Buenos días. Ya sé el camino. No hace falta que me acompañe.
Y se encamino con paso firme en dirección a la puerta dispuesto a marcharse y lo habría conseguido de no ser porque la "dama" saltó como un resorte de la cama y corriendo como una loca se interpuso entre Zascandil y la puerta para gritar como una posesa:
-"¿¡Dónde crees que vas, mindundi muerto de hambre!? Yo soy una señora y a mí no se me deja con la miel en los labios y se va uno tan campante. Mi marido es un ministro muy importante y no se ha caido de un guindo aunque su nombre haga pensar lo contrario. Estás obligado a complacernme como el pleveyo que eres y lo harás.
Zascandíl la sujetó firmemente por los hombros y mirándola a los ojos le contestó con un tono firme y amable:
_No debería usted humillar a su persona hasta este punto. Ha debido ser una confusión. Mi empresa no presta este tipo de servicios y yo, que soy el dueño, mucho menos. De verdad siento el error. ahora si me lo permite...
Y la apartó hacia un lado para cruzar la puerta y salir de la habitación.
La "dama" salio tras el llamado a gritos a la criada.
_"¡Kumichu! ¡Kumichuuu...!"
 Esta apareció corriendo y asustada se precipitó en el  pasillo.
_"Sí, Señora, ¿Que pasado?
_"¡Idiota, ¿De dónde has sacado a este inútil? Estás despedida -gritó- Llevátelo de aquí y te marchas con él! No quiero veros en mi casa nunca más".
_"Pero, ¿Por qué, Señora, qué pasado?
_"He dicho, ¡Fuera! Y tú, imbécil -gritó girándose bruscamente hacia Zascandil y apuntándole con el dedo-, te voy a joder la vida. No sabes lo que es decir no a una señora como yo. Haré que mi marido te arruine y que no levantes cabeza nunca más. ¡Patán, cabrón, hijo de puta!
Zascandil, sin alterarse, levantó la vista hacia la cabeza de un ciervo que estaba colgada en la pared junto a otros trofeos de caza y con una sonrisa amable y serena le contesto:
_"Su marido, supongo. Ha salido muy favorecido, la verdad. Preséntele mis respetos. Encantado de conocerla, Señora, que tenga una feliz noche.
Esta actitud hizo que la "dama" entrara en un estado de histeria violenta y que empezara a gritar como una poseida:
_"¡Fuera, fueraaa...! ¡¡Fueraaa...!!
Zascandil y Kumichu corrieron escaleras abajo mientras a su alrededor impactaban todo tipo de objetos carisimos de cerámica, lanzados por la "dama" desde la barandilla, y unos zapatos "Manolos" traidos por un ciervo ignorante de Nueva York como regalo a su "abnegada" y amante esposa.
A cien por hora cruzaron el jardín, desde el que todavía se escuchaban los gritos histericos de la despechada, hasta llegar al coche y emprender la huída conjunta hacia la ciudad a toda marcha, dejando atrás la ira provocada por una confusión traviesa.

El coche va dejando atrás las calles alumbradas por farolas y bordeadas por zonas ajardinadas, unifamiliares y frondosos árboles exóticos, para adentrarse en la zona de bosque en la que solo la oscuridad se desliza por los cristales de las lunas.
Kumichu va sentada a su lado en el asiento delantero, erguida, tiesa y recta, con la vista clavada en un punto del parabrisas delantero. Tras unos minutos de silencio empieza a gritar una retahíla en un idioma desconocido para Zascandil, intercalando de vez en cuando alguna frase corta en español como, “¡Muy bien!” o “¡Claro, ahora contento, ¿No?!". El coche va devorando kilómetros y la charla parece hacerse eterna. Zascandil no contesta, sabe que cuando una mujer está ofuscada, lo mejor es dejar que se desahogue, que saque toda su ira y esperar tranquilamente que pase el temporal. No sabe ni de qué país puede ser Kumichu, pero sabe que es mujer y que más pronto que tarde, pasará la tormenta y aparecerá ese ser dulce, tierno y adorable que toda mujer lleva dentro.
Se introducen en la ciudad y el silencio solo interrumpido por el griterío sin fin de Kumichu se torna en mil ruidos indescriptibles y luces que pasan a gran velocidad. Zascandil busca un sitio en el que aparcar y, cuando lo encuentra, aparca, para el motor y permanece sentado, en espera de que Kumichu acabe su charla infinita con la nada.
Ese momento llega, de repente Kumichu deja de hablar en seco; cómo si su charla hubiera sido cortada por la hoja de una guillotina imaginaria, mientras ella, permanece jadeante mirando fijamente ese punto invisible situado justo en frente de sus ojos.
Tras unos segundos, tal vez minutos, gira su cabeza bruscamente para, mirándole fijamente preguntarle:
_ ¿Por qué tú no haces tu trabajo?
_ No es mi trabajo –contesta Zascandil-, creo que te equivocaste al marcar el teléfono. Y sonríe para infundir en la chica un estado de calma y distensión.
Ella emite un simple, “¡oooh!”, a la vez que deja caer cabeza y su espalda, erguidas en todo momento, sobre el respaldo del asiento para permanecer en esa posición varios minutos respirando profundamente hasta que Zascandil decide interrumpir para proponer:
_ ¿Qué tal si tomamos un café?
_ ¡Un café! –Contesta  ella- Yo no soy de estas mujeres; yo soy una señorita.  No tomar café con hombres.
_ Nunca he dudado  de que seas una señorita. Pero es una lástima que no te guste tomar café con hombres. Porque a mí me encanta tomarlo con mujeres.
Pasan unos segundos y al final Kumichu estalla en una carcajada con la que parece salir toda la tensión acumulada durante los últimos sucesos con la “dama”. Las risas se contagian a Zascandil y los dos ríen escandalosamente un rato largo hasta que poco a poco las risas van descendiendo hasta desaparecer.
_ Muy bien -dice Kumichu mientras seca cuidadosamente sus ojos con un pañuelo de papel-, un café estará bien, después de todas estas cosas.

Miran a través de las lunas del vehículo tratando de encontrar un sitio abierto en el que poder tomar el café acordado, pero la noche está avanzada y los locales han cerrado, se escuchan las mangueras de alta presión de la empresa que limpia las calles y un yonky indigente busca en los contenedores que hay un poco más abajo. Zascandil enciende el motor y sale del aparcamiento en busca de un sitio abierto. Circula por las calles buscando sin encontrar hasta penetrar en una vía de circunvalación que les va sacando de nuevo de la ciudad por una autopista en dirección a alguna parte. Van pasando los minutos y los kilómetros hasta que se encuentran de nuevo en medio de la nada, una nada de oscuridad que rodea la franja de asfalto por la que circulan cruzándose de tarde en tarde con las luces de otro vehículo o dejando atrás las de algún camión que adelantan.
De repente aparecen unas letras iluminadas intermitentementes que anuncian, “área de descanso, 24 horas”. Entran en el recinto y estacionan en una de las zonas habilitadas para ello. Salen del coche y se dirigen entre risas y los tiritones de Kumichu, hacia un local iluminado que parece ser un bar. Es tarde, la noche está fría, por eso Zascandil se quita su americana y cubre con ella los hombros de la señorita oriental que en pocas horas ha pasado a ser su acompañante y una mujer en paro.
Llegan a la entrada del local y suben los escalones que preceden a la doble puerta que Zascandil abre galantemente para que entre Kumichu. Entran. Se trata de un amplio local, muy iluminado con una barra larga y en forma de herradura, con una tienda de diversos objetos a la derecha y un amplio salón comedor a la izquierda. En el exterior de la herradura un hombre mete monedas sin cesar en una máquina tragaperras y otro parece dormir sobre la barra empuñando con su mano derecha un vaso a punto de derramar su contenido sobre el mostrador. En el interior una mujer robusta de grandes pechos que mira fijamente al hombre medio dormido y un señor calvo y regordete, vestido con traje negro sentado en un taburete frente a la caja a la que agarra con las dos manos como si pensara que ésta puede escaparse.
_ Buenas noches –saluda Zascandil-
El señor de la caja hace un simple gesto de aferrarse aún más a ella y les observa con atención sin contestar, tampoco contesta el jugador de la máquina ni el borracho dormido y solo la camarera fornida responde al saludo con acento de algún país de la Europa del Este.
Piden un café con leche y uno solo y tras preguntar si pueden hacerlo se sientan en la de las mesas más cercanas del salón que a esas horas está casi en penumbra. Tras acomodar a la dama, Zascandil se acerca a la barra a por los cafés que la camarera deja encima para continuar observando al borracho como una enamorada. Paga los cafés al señor gordito, que cobra con la mano derecha mientras sigue agarrado a la caja con la izquierda, los lleva a la mesa donde espera kumichu y se sienta frente a ella.
Le acerca su café con leche y toma el sobre de azúcar con la intención de ponerlo en el café de Kumichu mientras pregunta:
_ ¿Te gusta muy dulce?
_ No, sin azúcar, yo soy bastante dulce –Contesta ella y ambos ríen para empezar una charla en la que los dos se cuentan las horas previas a la aventura del palacete entre risas y silencios –.
Pasada una hora escasa de animada charla, se produce un silencio tras el que Zascandil pregunta a la joven oriental mirándola a los ojos con cierta ternura:
_ ¿Te sientes cansada?
_ ¡Sí, mucho! Pero estoy feliz. Creo que saber que no voy a ver más a mi señora me hace feliz   -Y ríen de nuevo a carcajadas-
_ ¿Sabes? Aquí tienen habitaciones. Si quieres podemos descansar. -Propone Zascandil-
_ ¡Cómo! ¿Los dos juntos? –Contesta ella- ¡No! Yo no soy como esas mujeres.
_Bueno. No quería decir eso. Podemos coger dos habitaciones. –Explica Zascandil- Pero si tu quieres, también podemos coger una sola con una cama muy grande en la que quepamos los dos.
_ ¡Oh! ¿Tú quieres? –Pregunta Kumichu sorprendida- ¿A ti te apetece esto?
_ Te aseguro que no hay nada en el mundo que me apetezca más en estos momentos. –Le contesta- Pero solo si a ti también te apetece.
Ella sonríe complacida y reflexiona unos segundos antes de preguntar:
_ ¿Sabes? Esta cosa no entiendo: ¿Por qué quieres hacer conmigo gratis una cosa que mi señora te paga con mucho dinero y tú no quieres?
Zascandil ríe antes de contestar:
_ Básicamente por dos razones: La primera es que tú me gustas y tu señora no. Y la segunda, es que yo puedo ser un mindundis como decía tu señora, pero no existe el millonario ni la millonaria que haga que este mindundis se baje los pantalones por dinero. ¿Lo comprendes?
_ Sí, creo que sí. –Afirma la joven- Mejor descansamos en dos habitaciones diferente. Yo soy una señorita. Pero tú no cierras la puerta porque seguro  la oscuridad me da miedo y...



ALIMONADO


Sentado en un banco de un bello lugar con vistas a un hermoso paraje, reflexionaba Zascandil, una tarde, sobre los avatares de los tiempos dando vueltas al contenido de aquella frase, de un poeta, que hace mención a la patria de los obreros y a como estos carecen de ella porque hasta el tener patria les es negado en estos tiempos que corren.
En estas apareció un señor, de estos de “olla de más papa que cordero”, pertrechado a la nueva usanza de cowboy de los nuevos vientos y con pintas de ser de aquellos “que saben porque no beben el vino de las tabernas”.
_ ¿Le molesta si me siento? Preguntó el caballero.
_ No, por supuesto. Estamos en lugar público. Respondió Zascandil con cierto tono escéptico e indiferente.
Tomó asiento el caballero y tras varios minutos de silencio y contemplación del paisaje, dijo en voz alta dirigiéndose a Zascandil pero como si en realidad lo hiciera hacia un tercero inexistente.
_ Hermoso paraje.
_ Muy bonito. Replicó simplemente Zascandil.
Volvió el silencio a establecerse durante largos minutos, siendo continuamente interrumpido por los armoniosos trinos de los verdecillos y jilgueros que revoloteaban entre las ramas de los arboles cercanos, como si con sus trinos quisieran reafirmar la primavera que se abría paso lentamente, dejando atrás los gélidos aires del invierno inclemente.
Tras largo rato de trinos y algarabía de los niños ignorados por sus mamás y que de vez en cuando correteaban y gritaban a la vez alrededor de nuestros silenciosos y reflexivos personajes, por fin se rompió el hielo y se produjo un largo intercambio de pareceres sobre la situación de la sociedad actual y de la mala administración de la idiocia política.
Llegados a un punto determinado y cuando ya comenzaba el lubricán de la tarde a manifestarse, Zascandil confesó al Señor de la Olla Medio Vacía su creencia de que solo el socialismo bien gestionado podía ser la salvación de la sociedad actual en los tiempos que se viven y la única forma de poner freno a los abusos de los terroristas financieros y de la idiocia política.
_Yo, de hecho participo en el debate que se realiza en la actualidad –explicó Zascandil- en diversas partes del globo y que gira entorno a la construcción de lo que se ha dado en llamar Socialismo del Siglo XXI.
_ ¡Pero eso es marxismo! –Replicó el Señor del Potaje sin Carne- ¿A qué viene contarme a mí eso?
_ A nada en especial. Tan solo le explicaba que hay –respondió Zascandil- personas en el mundo que trabajan en una alternativa al sistema actual y a los abusos que este comete.
_ Pero no entiendo  por qué me cuenta usted a mí esto –respondió el Señor de la Fritanga en un tono de manifiesto y desconfiado enojo-, ¿Acaso pretende que yo me afilie a uno de esos movimientos rojos y revolucionarios?
Zascandil, permaneció en un silencio reflexivo y perplejo durante unos segundos y, transcurridos estos, tomo de forma pausada aire en abundancia para contestar:
_ Mire usted, Señor de la Alcayata sin Clavo, no me obligue usted a ser cruel, por favor. Si yo quisiera afiliar a alguien a alguna idea (cosa que en estos momentos ni hago ni pretendo), intentaría hacerlo con personas que manifestaran cierta disposición y que tuvieran algo de futuro por delante. Usted, querido amigo, lo único que tiene es pasado y un futuro muy escaso. Aproveche para vivir lo poco que le queda y deje de darse tanta importancia. Buenas tardes.
Dicho esto, tomó la bolsa que reposaba sobre el banco justo al lado, se levantó decididamente y empezó a alejarse del lugar con paso firme y decidido al tiempo que silbaba a su perro que debía estar de aventura en algún lugar no muy lejano del paraje.


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